Nos conocemos desde hace mucho. Nos vemos, con la intención de decirnos cosas… pero nunca pasa nada. Tiene muchas cosas por hacer, una vida muy ocupada. Y yo la mía sin tantos afanes, pero mía. Yo sueño Con su presencia de una manera placentera, con una atracción mental, platónica, porque sé -muy, muy adentro- que es algo irrealizable. Juego a ilusionarme, a sabiendas que acabaré más bien golpeando con dureza mi vida de espejismos bio-luminiscentes contra la realidad. No era amor, era más bien un presentimiento, era como ver una mancha negra en un mar cristalino, zigzagueando delante de mi cuerpo medio sumergido en la tibieza del Caribe…
Una de esas tardes de encuentros casuales, de callarme tanto la turbación que me producía su presencia de cerca y en su cara virtual, me propuse amarle en línea, como una forma de volcar todo eso que no podía decir y que me ahogaba por dentro. No me atrevería nunca a mostrárselas de frente… no, eran mis fantasías irrealizadas, cobardes transferencias de algo que no podía cambiar y que se escapaba de mis manos día con día…
Era tonto que yo me dedicara a pensar en esas cosas, a gastar mi tiempo fantaseando con la presencia de alguien tan importante, con un mundo hecho a la medida de sus deseos… viviendo una felicidad que -por cierto- ¿qué hacía por aquí un ser tan feliz? ¿qué buscaba? ¿qué tenía para darme, o yo para ofrecerle? No había peligro en nuestros encuentros, pues habíamos comenzado desde el lado correcto. Yo no tenía nada para esconder, casi nada… Salvo que estaba enamorado ya y esa mirada tristona de quien no sabe qué terreno está pisando desde hace rato.
Así comenzó un momento de gracia, una de esas cosas maravillosas que pasan veloces y que nadie percibe. Yo sentía soledad. Letargo también, cansancio vital. ¡En cambio de su lado había tanta vitalidad! Cuando me hablaba yo me esforzaba por mostrar mi mejor sonrisa, me interesaba por lo que hacía, sacaba mis mejores cartas y hacía esfuerzos por recordar detalles tontamente irrelevantes ante sus comentarios geniales. Abría los ojos, me humedecía los labios, invitando a permanecer un rato más a tan interesante visitante, esperando no sé qué milagro de su parte… pero sólo me miraba, me hablaba de mis gestos, de mis palabras escogidas, de mi mesura, que no era en realidad sino éxtasis, parálisis ante la maravilla: Exaltación. Me ofreció su mano al despedirse, de una manera más que cálida, como ofreciéndome un beso, yo quería salir corriendo de miedo, como defendiéndome de un dolor más grande del que ya vivía, como si ya supiera que… “Hasta luego, un beso, disfruté conversar contigo”-dijo interrumpiendo mis pensamientos en segundo plano- y lo hizo con una sonrisa más enloquecedoramente encantadora que se pueda imaginar.
Yo me sentía horrible, que estaba traicionando mis sentimientos, todas las cosas que juré defender sin decirlo, sólo por un espejismo a distancia. Pero se me abalanzaban tantos pensamientos, el deseo de una vida feliz, de un compromiso real, de un amor que me calentara el cuerpo a la hora de dormir. Yo me ensoñaba cálidamente cada noche preparando el siguiente día, qué diría, qué hacer, cómo causar una buena impresión.
Yo ya tenía sus coordenadas digitales, ahora sólo necesitaba determinación para poder volcar a metros de por medio, con un hilo de palabras, lo que de frente era incapaz de decir: Me haces especial, eres como un fenómeno celeste, de esos que se repiten una vez cada siglo, que visita a los tristes habitantes del planeta y se va. Yo creo en el milagro de tu presencia y en tu estela, llena de millones de miradas sabias, de sensibilidades, de humanidad celeste, de un mundo de seres emparentados con lo divino, y yo, al verte, no siento contagiado de tu grandiosa magnificencia, de tu estatura celestial… eres un pedazo de universo refulgente, y creo, como un niño, que, si alargo la mano con mucha fe, te podré tocar sin quemarme. Y entonces fundirme en ti, en tus chispas destellantes, haciéndome quizás parte de una estrella, sólo por estar contigo… Y me quedé dormido en el escritorio, con las manos sobre el teclado, con el mensaje que nunca enviaría entre las manos. Me levanté apesadumbrado, atontado con mi playlist en loop en mis cascos estéreo, con los dedos hinchados y los brazos marcados; pensando que viví feliz y maravillado el breve espacio que dura un sueño, en medio de las celestialidades que una sola mirada no puede abarcar en un cielo despejado.
Ese día me vestí de blanco enteramente y me dirigí al lugar de costumbre a esperar su llegada. Y pasó, estaba con alguien más y yo no quería acercarme a molestar. Intercambiamos un par de miradas cómplices, no quería que se me escapara de las manos ese día. De pronto alguien vino a saludarme y yo hice todo lo posible para despacharlo, pero no tuvo caso, apenas en un par de minutos se había marchado. Maldiciendo mi destino, tomé el celular y le envié el mensaje más atrevidamente encantador que se me ocurrió podía escribir sin comprometerme: “¿Y si compartimos un café?” sin respuesta… Nada que hacer. Sólo necesitaba reunir fuerzas para levantarme de mi postración y seguir… pero… ¡venía de regreso! Me dijo que había recibido el mensaje y me dijo “Vamos por ese café”. Bajé asustadísimo de que se me notara la turbación, casi no hablamos en el trayecto, solo acordábamos el lugar. Luego con un par de capuccinos gloriosos entre nosotros -que quiso pagar él-, empezamos a hablar… ópera, música, cine, todo parecía perfecto… hasta que alguien se acercó a preguntar por su pareja.
Su pareja resultó ser un dechado de virtudes, una eminencia pues… y yo en medio de mis miserias cotidianas me sentía tan pequeño ante el panteón de las divinidades iridiscentes. Humano, de carne, sangre y piel, con los pies puestos en la tierra y la mirada en… la mirada en las estrellas fugaces. Y así sería mucho tiempo más… hasta que el teléfono en mi bolsillo volviera a vibrar y fueses tú, y las estrellas aparecieran esta vez bajo mi piel, erizándose de gusto, estremeciéndome el cuerpo de escuchar con tono amoroso, de nuevo, tu voz…