Nunca te escribí

Nunca te escribí

4 min read
No hacía falta decirte nada. Yo necesitaba que me enseñaras a abrazar y a tocar. Entonces callaba, correspondía con gestos, o casi parecía que no lo hacía, dejándome amar.

Aquel día me fui al mercado, juntando pensamientos como quien junta las hierbas para un guisado… algo a fuego lento, pero intenso, que calienta el cuerpo cuando hace frío. Un tarkary bien picante, perfumado, caliente, reconfortante, como tu abrazo al dormir.

Todo pasa tan rápido afuera y tan lento para nosotros adentro. Estoy impregnado de ti, más de lo que yo mismo puedo leer en los manómetros de mi tablero sentimental. No es ese sentimiento que explota, arrasa y devora, que hace olvidar todo adolescentemente, por más que quisiera a veces dar el portazo y desaparecer… pero desaparecer en serio. Pero las cadenas pesan y no vuelo con ellas puestas.

Detrás de otras cadenas, las de la entrada del mercado, ví alguien que tenía chivo en trozos, lo reconocí por la carne y por el olor a orégano de su carne, “lo traigo de Lara”, me dijo. Compré una buena cantidad y seguí juntando cosas, más orégano guaro, cilantro, curry de Trinidad, ajo, ajíes sartenejos, perfumados, amarillos y dulces, con un toque picante. Una señora me vendió tomate margariteño, no quería nada más de la vida que un buen vino para regar ese guiso. Volví a casa.

Yo sé que tiro mucho de la cuerda de tu paciencia, pensaba mientras cortaba verduras, te trato como si fueras de bajo mantenimiento y no es así, pienso que te hago daño, que te resientes por eso conmigo y me tratas duro como una señal para hacerme notar que quien se hace daño soy yo mismo. La culpa lo jode a uno, el compromiso con lo que uno aprendió de los mayores, pesa. Pesa porque cuando te salvaron muchas veces, quienes te rodean y son tu red de apoyo… pero la red que te salva es la misma red te ata, porque nada, nada, nada, es gratis. Todo es causa y es efecto.

Corté la carne del chivo en trozos pequeños. La lavé con limón y agua que calmara su sed de montaña. Lo sobé con pimienta, media cabeza de ajos triturada, orégano y ese curry que olía tan bien, frotándolo con las manos, lo dejé reposar un par de horas después de amarlo un rato.

Sé que los meses difíciles, cuando presentía viendo a papá postrado que eso podía representar un final, de él, de nosotros, de mí, de dolores viejos… o una reparación, como las que se hacen después de una guerra, construyendo cimientos con trozos de escombros, se resentía lo nuestro.

Estaba asando varios conejos al mismo tiempo y todos se me estaban quemando… estaba cansado. Entonces me sorprendía en medio de una nueva rutina, la del moribundo que no se muere y la del titanic reflotado con una bomba de achique de ½ hp, de calidad dudosa.

Calenté aceite con mantequilla en la slow cooker, dejé caer cebolla, tomate, más ajo, pimentón, ajíes dulces, más curry y pimentón picante en polvo y verduras. Uní todo como buena bruja y lo dejé 4 horas en paz.

Yo te tengo que agradecer mil veces cosas que nunca te agradecí, el amor de salvarme la vida, de meter el hombro conmigo en mis tareas de la cocina, de mi trabajo, de la casa, de los budas, de mi familia, de mí. Te lo digo como en un mayday, como quien va perdiendo altura y sustentación (hace rato se me apagó el motor 3).

Hoy, cuando me trataste rudo, por primera vez, sentí como que algo podía romperse. Sentí el corazón pequeño, sin esperanzas de ya nada más, oí el zumbido del stall. Sé que crear la crisis hace aparecer soluciones, o colapsa lo que ya no aguanta. Poniéndome tu piel, veo lo que pasas, lo que tienes por delante, tengo deseos de apoyarte como tú lo haces, no sé lo que sucederá, pues me es difícil planificar mi día siguiente, sin embargo, dibujo un nuevo proyecto de vida contigo, meditando para ver con claridad qué hacer y cómo encontrar el valor de dejar salir la persona que debo ser, aunque no sea más nunca yo mismo.

Ya ese olor a especias llenaba la casa. Levanté la tapa de la olla y añadí vino y cilantro. Una gruesa voluta de vapor se arrebató como un sortilegio que me hizo llorar los ojos. Sonó la puerta y eras tú, con un Albariño frío y un beso. “Bueno, habrá que comer…” dijiste. Probaste, el picante te regañó, y sonreíste de quien sabe qué recuerdo. Pusiste la mesa contento, y se nos pasó la tarde como si el mundo de afuera no existiera y nada más importara.

Sé que te debo una historia, pero apenas he comenzado a escribirte…

Te amo, queda escrita esa palabra para empezar…